lunes, 11 de febrero de 2013

NOSOTROS, LOS ANIMALES HUMANOS

Foto "Silueta" de Rubén Omar


Sexualmente, el mono desnudo se encuentra hoy en día
en una situación un tanto confusa. Como primate es
 impulsado en una dirección; como carnívoro por adopción,
 es impulsado en otra; y como miembro de una
complicada comunidad civilizada, lo es incluso en otra.

El mono desnudo, Cap.II –Desmond Morris

Antes de que surjan quienes juzguen mal mi exposición viendo en ella sólo un conjunto de argumentos preparados para justificar una debilidad humana característica de los machos, quiero dejar sentado que no se trata de eso.
Lo que aquí escriba es el reflejo de una larga meditación sobre el porqué de cierta conducta masculina; específicamente de aquella que se podría describir como: la tendencia a mirar con detenimiento las formas femeninas.
Será, no lo dudo, algo que no convencerá plenamente a las mujeres cuyos novios o maridos sufran esta “dolencia”. Pero confío en que abrirá en ellas un espacio de comprensión, un modo de resignado entendimiento de la situación que, aunque nunca lo confesarán, les ayudará a reconocer internamente lo involuntario e irresoluble de este viril comportamiento.

Todos, o al menos la gran mayoría de nosotros, hemos visto un campo sembrado de trigo, maíz, girasol, vid, manzanos, arroz, u otros vegetales.
Quizá no personalmente, pero sí tenemos conocimiento de esas cosas a través de fotos aéreas publicadas en enciclopedias o en Internet, por ejemplo.
Es frecuente también ver obras pictóricas en las que se aprovecha la simetría y cambios de tonalidad que acompañan los sembrados, con un fin estético.
Este paisaje de un campo sembrado es algo que la humanidad ve desde los primeros años en que se asentó sobre la tierra, desde que dejó de ser nómada.
Seguramente, en nuestro inconsciente habitan recuerdos de nuestros ancestros en referencia a esta imagen.
Nadie podrá negar que se trata de algo viejísimo, que vemos desde hace añares.
Si bien durante un viaje por una ruta campestre disfrutamos de su visión, al cabo de un tiempo de andar comenzamos a dedicar nuestra atención al periódico, las vacas, los carteles publicitarios, etc.
La causa de nuestro aburrimiento es obvia: Es algo que vemos hace miles de años.

Hay otro paisaje que no tiene la misma data; es muy reciente. Comenzó a verse con escasa frecuencia en los primeros años del siglo XX y fue creciendo en extensión durante su segunda mitad.
Es una vista que se disfruta exclusivamente durante la época estival.
Se trata de las grandes extensiones de la rubia arena que bordea el mar celeste, sembradas de bronceados dorsos femeninos que transforman la playa en una réplica de ondulantes colinas y marcadas depresiones pertenecientes a la más hermosa geografía: el cuerpo de una mujer.
¡No es lo mismo que ese campo sembrado de trigo tantas veces visto antes!.
¡No es igual que esa vid con sarmientos y racimos similares unos a otros!.
No hace falta ser hombre para comprender que es un paisaje exclusivo, único, irrepetible; que cambia constantemente, que respira, que palpita, que muestra un fruto más deseable que la mejor manzana y que durante miles de años antes, jamás estuvo expuesto a la vista de todos como ahora lo está.

Cualquiera que quiera ser sincero consigo mismo no tendrá dificultad en reconocer que, en el 99% de los casos, las uniones amorosas, el amor entre un hombre y una mujer, comienza por una recíproca aprobación de la apariencia física del otro. Si el que veo no me gusta no me enamoraré.
Por supuesto, hay la posibilidad de ganar puntos con la inteligencia, la calidad humana, etc., pero estoy hablando de nuestra inclinación “natural”, no de las definiciones que pudieran surgir luego de sopesar el asunto. Si naturalmente no nos interesara la belleza o fealdad de una persona, nos casaríamos con cualquiera, total la vejez siempre terminará por arrebatarle toda hermosura física.
La gente, mujeres y hombres, no acostumbra gustar de alguien que encuadre dentro de lo establecido bajo la calificación de “feo” o “fea”.
Las personas que componen la sociedad han establecido “naturalmente”, por una cuestión no racionalizada, una serie de parámetros por los que, en general, sin que se trate de una acción elitista premeditada, los “feos” quedan afuera.
Esta inclinación a valorar especialmente la belleza física parece estar muy acentuada en los hombres o, al menos, ser más manifiesta en ellos que en las mujeres.
No refleja más que una absoluta verdad la bien conocida frase: “Un vello del pubis femenino, tira más fuerte que una yunta de bueyes”.  
El hombre es subyugado por la belleza de una mujer; su cuerpo puede encandilarlo como si mirara un tesoro soñado.
Sobre cuál es la causa de este comportamiento, no tan visible en ellas, me parece propicio exponer mi propia teoría.
Para el hombre y para la mujer de hoy en día las relaciones sexuales son una fuente “mutua” de placer.
Pero no fue así en el pasado.
Desde siempre el macho disfrutó del cuerpo de la hembra. Cuando quiso tener coito con alguna de ellas lo hizo sin problemas. Apoyado en su fuerza física, por las buenas o por las malas, satisfizo su apetito sexual sin que ello le implicara un sufrimiento posterior.
Sin remordimiento de conciencia por las consecuencias adversas para su eventual y desafortunada (las más de las veces) compañera (estamos hablando de los primeros años de la existencia humana, de alto carácter animal), disfrutó y solo disfrutó de la mujer.
Para las mujeres la situación fue la opuesta. Se vieron sufriendo la imposición de un hecho no siempre deseado e incluso, aun así, desprovisto de un interés por conocer su parecer o sus deseos por parte del hombre.
Las mujeres fueron, literalmente, violadas. Toda vez que un hombre deseaba coito sólo tenía que imponer su fuerza física sobre el, para este caso bien llamado, “sexo débil”.
La mujer no elegía. El hombre sí.
No es extraño ni inexplicable entonces que el hombre, hasta el día de hoy vea en la mujer un ser que puede proveerle todo el placer sexual que él desea. Ha sido así durante miles de años. En principio por la fuerza y posteriormente organizando una estructura a su servicio a la que llamó “prostitución”.
Tampoco sorprende que la mujer tenga sus reservas en cuanto a manifestarse abiertamente deseosa de un hombre. Durante miles de años fue víctima de violaciones.

Pero pasó el tiempo y aquello que fue de un modo hoy es diferente.
La mujer se liberó gracias a la ciencia. No quedará embarazada si no lo desea. La civilización o culturización de los machos le permite disfrutar de derechos que nunca poseyó; ser respetada como un par.
El macho ya no puede disponer de las hembras tal como hacía en el pasado remoto, pero ha recibido una compensación: Puede disfrutar de su belleza física, fantasear con sus cuerpos, dada la libertad de la que ahora disponen las mujeres para exhibir sus formas semidesnudas o desnudas según las costumbres de cada lugar.

Algo más.
Todos saben que la maternidad es la debilidad de cualquier mujer. ¿Cuál entre todas ellas no se queda boquiabierta frente a un bebé?. No hay prácticamente una sola que no sea seducida por la presencia de un niño de pecho.
Pues bien señoras: del mismo modo que para ustedes es irrefrenable el impulso que las lleva a gozar de un niñito, y eso está bien y responde a vuestra naturaleza, así también los hombres nos vemos impelidos a disfrutar de los cuerpos femeninos que se cruzan en nuestro camino. Y es tan natural nuestro comportamiento como lo es el de ustedes.
Es tan irrefrenable nuestra inclinación a esa actitud como lo es que ustedes queden absortas frente a un bebé.

Quizá no habrá entre las lectoras quienes lo reconozcan, pero así es la naturaleza humana. Podemos negarnos a verla. No podemos evitar que exista.
Finalmente, nada de lo que he dicho debe ser interpretado como una justificación para violar los pactos de fidelidad que cada pareja ha establecido para sí. No me gustaría que alguien aproveche mi discurso para justificar sus enredos amorosos.

Daniel  Adrián  Madeiro

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