Foto "Silueta" de Rubén Omar |
Sexualmente, el mono desnudo se encuentra hoy en día
en una situación un tanto confusa. Como primate es
impulsado en una
dirección; como carnívoro por adopción,
es impulsado en
otra; y como miembro de una
complicada comunidad civilizada, lo es incluso en otra.
El mono desnudo, Cap.II –Desmond Morris
Antes de que surjan quienes juzguen mal mi exposición
viendo en ella sólo un conjunto de argumentos preparados para justificar una
debilidad humana característica de los machos, quiero dejar sentado que no se
trata de eso.
Lo que aquí escriba es el reflejo de una larga meditación
sobre el porqué de cierta conducta masculina; específicamente de aquella que se
podría describir como: la tendencia a mirar con detenimiento las formas
femeninas.
Será, no lo dudo, algo que no convencerá plenamente a las
mujeres cuyos novios o maridos sufran esta “dolencia”. Pero confío en
que abrirá en ellas un espacio de comprensión, un modo de resignado
entendimiento de la situación que, aunque nunca lo confesarán, les ayudará a
reconocer internamente lo involuntario e irresoluble de este viril
comportamiento.
Todos, o al menos la gran mayoría de nosotros, hemos visto
un campo sembrado de trigo, maíz, girasol, vid, manzanos, arroz, u otros
vegetales.
Quizá no personalmente, pero sí tenemos conocimiento de
esas cosas a través de fotos aéreas publicadas en enciclopedias o en Internet,
por ejemplo.
Es frecuente también ver obras pictóricas en las que se
aprovecha la simetría y cambios de tonalidad que acompañan los sembrados, con
un fin estético.
Este paisaje de un campo sembrado es algo que la humanidad
ve desde los primeros años en que se asentó sobre la tierra, desde que dejó de
ser nómada.
Seguramente, en nuestro inconsciente habitan recuerdos de
nuestros ancestros en referencia a esta imagen.
Nadie podrá negar que se trata de algo viejísimo, que
vemos desde hace añares.
Si bien durante un viaje por una ruta campestre
disfrutamos de su visión, al cabo de un tiempo de andar comenzamos a dedicar
nuestra atención al periódico, las vacas, los carteles publicitarios, etc.
La causa de nuestro aburrimiento es obvia: Es algo que
vemos hace miles de años.
Hay otro paisaje que no tiene la misma data; es muy
reciente. Comenzó a verse con escasa frecuencia en los primeros años del siglo
XX y fue creciendo en extensión durante su segunda mitad.
Es una vista que se disfruta exclusivamente durante la
época estival.
Se trata de las grandes extensiones de la rubia arena que
bordea el mar celeste, sembradas de bronceados dorsos femeninos que transforman
la playa en una réplica de ondulantes colinas y marcadas depresiones
pertenecientes a la más hermosa geografía: el cuerpo de una mujer.
¡No es lo mismo que ese campo sembrado de trigo tantas
veces visto antes!.
¡No es igual que esa vid con sarmientos y racimos
similares unos a otros!.
No hace falta ser hombre para comprender que es un paisaje
exclusivo, único, irrepetible; que cambia constantemente, que respira, que
palpita, que muestra un fruto más deseable que la mejor manzana y que durante
miles de años antes, jamás estuvo expuesto a la vista de todos como ahora lo
está.
Cualquiera que quiera ser sincero consigo mismo no tendrá
dificultad en reconocer que, en el 99% de los casos, las uniones amorosas, el
amor entre un hombre y una mujer, comienza por una recíproca aprobación de la
apariencia física del otro. Si el que veo no me gusta no me enamoraré.
Por supuesto, hay la posibilidad de ganar puntos con la
inteligencia, la calidad humana, etc., pero estoy hablando de nuestra
inclinación “natural”, no de las definiciones que pudieran surgir luego
de sopesar el asunto. Si naturalmente no nos interesara la belleza o fealdad de
una persona, nos casaríamos con cualquiera, total la vejez siempre terminará
por arrebatarle toda hermosura física.
La gente, mujeres y hombres, no acostumbra gustar de
alguien que encuadre dentro de lo establecido bajo la calificación de “feo”
o “fea”.
Las personas que componen la sociedad han establecido “naturalmente”,
por una cuestión no racionalizada, una serie de parámetros por los que, en
general, sin que se trate de una acción elitista premeditada, los “feos”
quedan afuera.
Esta inclinación a valorar especialmente la belleza física
parece estar muy acentuada en los hombres o, al menos, ser más manifiesta en
ellos que en las mujeres.
No refleja más que una absoluta verdad la bien conocida
frase: “Un vello del pubis femenino, tira más fuerte que una yunta de bueyes”.
El hombre es subyugado por la belleza de una mujer; su
cuerpo puede encandilarlo como si mirara un tesoro soñado.
Sobre cuál es la causa de este comportamiento, no tan
visible en ellas, me parece propicio exponer mi propia teoría.
Para el hombre y para la mujer de hoy en día las
relaciones sexuales son una fuente “mutua” de placer.
Pero no fue así en el pasado.
Desde siempre el macho disfrutó del cuerpo de la hembra.
Cuando quiso tener coito con alguna de ellas lo hizo sin problemas. Apoyado en
su fuerza física, por las buenas o por las malas, satisfizo su apetito sexual
sin que ello le implicara un sufrimiento posterior.
Sin remordimiento de conciencia por las consecuencias
adversas para su eventual y desafortunada (las más de las veces) compañera
(estamos hablando de los primeros años de la existencia humana, de alto
carácter animal), disfrutó y solo disfrutó de la mujer.
Para las mujeres la situación fue la opuesta. Se vieron
sufriendo la imposición de un hecho no siempre deseado e incluso, aun así,
desprovisto de un interés por conocer su parecer o sus deseos por parte del
hombre.
Las mujeres fueron, literalmente, violadas. Toda vez que
un hombre deseaba coito sólo tenía que imponer su fuerza física sobre el, para
este caso bien llamado, “sexo débil”.
La mujer no elegía. El hombre sí.
No es extraño ni inexplicable entonces que el hombre,
hasta el día de hoy vea en la mujer un ser que puede proveerle todo el placer
sexual que él desea. Ha sido así durante miles de años. En principio por la
fuerza y posteriormente organizando una estructura a su servicio a la que llamó
“prostitución”.
Tampoco sorprende que la mujer tenga sus reservas en
cuanto a manifestarse abiertamente deseosa de un hombre. Durante miles de años
fue víctima de violaciones.
Pero pasó el tiempo y aquello que fue de un modo hoy es
diferente.
La mujer se liberó gracias a la ciencia. No quedará
embarazada si no lo desea. La civilización o culturización de los machos le
permite disfrutar de derechos que nunca poseyó; ser respetada como un par.
El macho ya no puede disponer de las hembras tal como
hacía en el pasado remoto, pero ha recibido una compensación: Puede disfrutar
de su belleza física, fantasear con sus cuerpos, dada la libertad de la que
ahora disponen las mujeres para exhibir sus formas semidesnudas o desnudas
según las costumbres de cada lugar.
Algo más.
Todos saben que la maternidad es la debilidad de cualquier
mujer. ¿Cuál entre todas ellas no se queda boquiabierta frente a un bebé?. No
hay prácticamente una sola que no sea seducida por la presencia de un niño de
pecho.
Pues bien señoras: del mismo modo que para ustedes es
irrefrenable el impulso que las lleva a gozar de un niñito, y eso está bien y
responde a vuestra naturaleza, así también los hombres nos vemos impelidos a
disfrutar de los cuerpos femeninos que se cruzan en nuestro camino. Y es tan
natural nuestro comportamiento como lo es el de ustedes.
Es tan irrefrenable nuestra inclinación a esa actitud como
lo es que ustedes queden absortas frente a un bebé.
Quizá no habrá entre las lectoras quienes lo reconozcan,
pero así es la naturaleza humana. Podemos negarnos a verla. No podemos evitar
que exista.
Finalmente, nada de lo que he dicho debe ser interpretado
como una justificación para violar los pactos de fidelidad que cada pareja ha
establecido para sí. No me gustaría que alguien aproveche mi discurso para
justificar sus enredos amorosos.
Daniel Adrián
Madeiro
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© Daniel Adrián Madeiro.
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derechos reservados para el autor.
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